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Hacia otra visión del XIX. Presencia naval española en las Américas. Antº Fl res.

Hacia otra visión del XIX. Presencia naval española en las Américas. Antº Fl res.

Casto Méndez Núñez, alcanzado por el fuego enemigo en la batalla de El Callao. 

Un poco antes del mediodía del dos de mayo de 1867, la fragata blindada Numancia abrió fuego contra las poderosas fortificaciones del puerto peruano de El Callao. Se iniciaba así el famoso combate del mismo nombre, el más importante que afrontó una flota española entre Trafalgar y las batallas navales del 98.

La presencia de una flota española de aquella envergadura en el Pacífico Sur más de cuarenta años después de la independencia  de las naciones suramericanas, respondía a una concatenación de casualidades y decisiones apresuradas tanto de los españoles como de las repúblicas del Pacífico.

Perú  había sido el bastión españolista en todo el periodo de las guerras que condujeron a la emancipación de las posesiones españolas. Nunca se sublevó, más bien al contrario, desde su territorio se organizó la recuperación española, que con muy pocos auxilios de la metrópoli, consiguió la restauración de la autoridad de la corona en gran parte del Sur del Continente Americano.

Se llegó finalmente a la independencia como consecuencia de la revolución liberal de 1820, que llevó a divisiones irreconciliables en el bando realista. Estas divisiones resultaron fatales para los españoles que en un año habían perdido todo lo recuperado desde 1814. Sin embargo el Perú hubiera seguido sin sublevarse de no haber mediado una doble invasión desde el sur, dirigida por San Martín y desde el norte encabezada por Bolívar.

La resistencia española se prolongó nada menos que hasta 1826, año en que se rindió la guarnición de El Callao asolada por una terrorífica epidemia y sin esperanzas ya de recibir auxilio desde la metrópoli.

Previamente había tenido lugar la batalla de Ayacucho, ultima gran batalla de las guerras que se venían librando desde 1810. En el acta de capitulación, el Virrey La Serna forzó la inclusión de un estipulado por el que el Perú se obligaba a pagar una fuerte suma de dinero  a España. Conocida como "deuda de la independencia", esta suma nunca pagada, había provocado una serie de fricciones. Como consecuencia España no reconoció la independencia de Perú. Esta situación se prolongó por muchas décadas en contraste con lo que sucedió con el resto de las posesiones americanas, cuya soberanía había sido paulatinamente reconocida.

La persistencia de las reclamaciones españolas fue alentada por la existencia de poderosas familias monárquicas, que soñaban con el restablecimiento del poder español, única esperanza de acabar con el marasmo en que se había convertido la vida política en la mayor parte de las nuevas naciones. Estas familias conservaban fuertes lazos con sus parientes españoles, en muchos casos nacidos en Perú y emigrados en el momento de la independencia, que poseían una influencia no desdeñable en la corte metropolitana.

En 1863, una flota española arribó al Pacifico Sur. Recibida inicialmente con distante cortesía, no exenta de cierta suspicacia, su presencia sirvió para reanudar las negociaciones diplomáticas sobre la deuda de la Independencia. Sirvió también para alentar las esperanzas de los partidarios de España.

Uno de los reiterados incidentes que ocasionaba la inestable situación del Perú ocasionó graves daños a propiedades españolas e incluso  la muerte de varios colonos  vascos. El suceso sirvió de pretexto para que los partidarios de España invocaran la protección de su flota. Un emisario de la Corona no fue recibido por las autoridades peruanas, lo que se consideró un agravio inaceptable. Buscando una fórmula de presión sobre el Gobierno peruano sin llegar a un conflicto bélico, la flota española procedió a ocupar las islas Chinchas.

Estas islas suponían en aquel momento una de las más saneadas fuentes de ingresos del erario peruano. Despobladas y sin agua, constituían el asentamiento de nutridísimas colonias de aves marinas, cuyas deyecciones, a lo largo de los siglos habían formado unos espesos depósitos de materia orgánica. Conocido como guano, era un excelente fertilizante, intensamente utilizado por las agriculturas más desarrolladas, en el periodo anterior a la aparición de los abonos minerales o de síntesis química. 

El Gobierno del Perú, privado de uno de sus principales ingresos y carente de una flota capaz de enfrentarse a la española, accedió a negociar. España envió al General Pareja, que había nacido en Lima, como comisionado regio. Las negociaciones culminaron en un tratado que la mayor parte de los peruanos consideró humillante, lo que debilitó aún más al ya débil gobierno del General Pezet, que fue finalmente derrocado por una asonada militar no exenta de respaldo popular.

El nuevo gobierno peruano, alentado por el respaldo diplomático de las naciones  hispanoamericanas, declaró la guerra a España, secundado por el chileno. En las operaciones de bloqueo una pequeña goleta española, la Covadonga fue apresada por un buque de mucho mayor porte y armamento: la fragata chilena Esmeralda. Este fracaso desmoralizó a la flota española llevando al suicidio a su jefe, el Brigadier Pareja.

La llegada de D. Casto Méndez Núñez al frente de la fragata acorazada Numancia supuso un revulsivo para una situación enquistada. Nombrado comandante de la escuadra del Pacífico, envió un ultimatum al gobierno chileno, tras el cual y previo el otorgamiento de un plazo para evitar víctimas civiles, procedió a bombardear el puerto de Valparaíso, prácticamente indefenso.

Fue en las conversaciones previas  a este bombardeo donde se pronunció una de las más populares frases del Siglo, que iba a incorporarse al acervo popular y a convertirse en un referente simbólico para los españoles. En el puerto chileno fondeaban sendas flotas inglesa y norteamericana. Ante la amenaza de sus respectivos almirantes de oponerse por la fuerza al bombardeo español, Méndez Núñez contestó: España, La Reina y yo preferimos honra sin barcos que barcos sin honra. La amenaza anglosajona no se concretó, pero la imagen de resolución alimentó el inconsciente colectivo del patriotismo español por varias décadas.

Sin embargo en América, el bombardeo de una ciudad indefensa, aunque fuera tomando todas las precauciones posibles para evitar víctimas civiles, provocó un verdadero vendaval de protestas junto con la acusación de cobardía dirigida a los marinos españoles. La  reacción de Méndez Núñez fue buscar el combate con la fuerza naval peruana y al eludirlo esta, dirigirse al fuertemente fortificado puerto de El Callao, haciendo caso omiso a las recién llegadas órdenes de interrumpir las hostilidades y regresar a la Metrópoli.

En el Museo naval de Madrid puede verse una plancha del blindaje de la Numancia alcanzada por el disparo de uno de los cañones peruanos. Resulta impresionante ver una plancha de ese grosor totalmente atravesada por el impacto, que por fuerza debió causar importantes daños en el interior del barco. Este objeto testimonia no solo la potencia de los cañones peruanos sino también su puntería.  Afrontarlos con un buque blindado era ciertamente arriesgado. Hacerlo con media docena de fragatas de madera, excedía con mucho el riesgo razonable que un marino debe afrontar.

Durante todo el siglo XIX se consideró que el bombardeo de fortificaciones terrestres bien armadas por parte de las flotas tenía tan pocas posibilidades de éxito que podía considerarse suicida. Solo los ingleses lo habían intentado en Argel en 1824, corriendo considerables riesgos que a la postre se transformaron en un éxito clamoroso. Pero el armamento de las fortificaciones de Argel no tenía nada que ver con los monstruosos y modernos cañones de El Callao, mientras que la protección de los barcos de madera españoles no había cambiado respecto a los que participaron en el bombardeo de Argel.

Por ello la decisión de realizar el bombardeo era ciertamente arriesgada, como se demostró a lo largo del combate. Tres de las cinco fragatas de madera sufrieron grandes daños, estando dos de ellas en riesgo de hundirse. Otra más sufrió un grave incendio que a punto estuvo de causar su pérdida. Su capitán, Sánchez Barcaiztegui, pronunció otra de las frases memorables de la campaña. Ante la orden de inundar los pañoles y retirarse del combate contestó: Hoy no mojo la pólvora, prefiero volar con mi navío. El incendio fue finalmente controlado y la fragata pudo reintegrarse al bombardeo.

Los peruanos tampoco salieron bien librados del combate. La mayor parte de sus cañones quedó desmontada y acallada. La torre blindada más importante de sus defensas voló alcanzada por un impacto directo y allí encontró la muerte el ministro peruano de la guerra José Gálvez con todo su estado mayor. Sin embargo al retirarse la escuadra española dos o tres de los cañones peruanos seguían disparando, por lo que estos reclamaron su victoria en el sangriento e inútil combate.

Los españoles faltos de municiones y considerando salvado su honor, procedieron a reparar sus fragatas de la mejor manera posible y a enterrar con honores a sus caídos en el combate. Después la tripulación cubrió las vergas y tras dar tres vivas a España y a la Reina, los barcos españoles se perdieron tras el horizonte, abandonando el Pacífico americano para siempre jamás.

Barcos modernos y eficientes, oficiales competentes y valerosos, tripulaciones disciplinadas y muy bien entrenadas. Algo importante había cambiado en la marina española, ayuna de éxitos en los cien años anteriores al combate de El Callao. Algo difícil de expresar con palabras, pero que tenía que ver con la evolución de España desde 1840, que había devuelto a los españoles, tras décadas de desastres de abandono y apatía, un aliento de confianza en si mismos.

El cambio de actitud fue percibido en el extranjero, donde el pabellón español volvió por poco tiempo, a colocarse entre los más respetados y a valorarse entre las cancillerías las buenas relaciones e incluso las alianzas con España.

La actitud de los marinos españoles fue altamente apreciada por los testigos presenciales, entre los que se encontraban barcos de guerra de varias nacionalidades. El elogioso informe que realizó el Almirante Pearson, jefe de la flotilla americana presente en el combate, tuvo efectos insospechados pocos años más tarde, cuando un buque español capturó en la costa cubana, en el interior de las aguas territoriales españolas al vapor norteamericano Virginius.

Estaba entonces en sus comienzos la insurrección cubana contra España y el Virginius transportaba armas para los insurrectos. Capturado tras disparar contra un buque de guerra español, su tripulación fue juzgada por piratería y parte de ella ahorcada en La Habana. El Gobierno de los Estados Unidos se planteó declararle la guerra a España, pero desistió de ello por considerar que la flota española sería un hueso demasiado duro de roer para la US Navy, recién salida de la guerra de Secesión.

El combate de El Callao fue la culminación en el mar de un proceso de reactivación de la presencia española en el mundo, paralelo al desarrollo que nuestra nación experimentó durante aquellos años, y que quedó interrumpido por el proceso revolucionario iniciado en 1868.  De este proceso la marina quedó malparada como consecuencia del abandono y de la insurrección Cantonal. Cartagena quedó en poder de los cantonalistas y con ella buena parte de la flota. Los barcos leales al Gobierno legítimo se vieron obligados a combatir con los sublevados, con las consiguientes pérdidas por ambas partes y la reducción final del conjunto a un estado lamentable.

Desapareció así uno de los activos que posibilitaron la acción exterior de España, para nunca volver a recuperarse con fuerza semejante. Otras catástrofes paralelas sumieron a nuestro país en un marasmo del que se tardó décadas en salir y que empalmó con nuevos desastres, proyectando hacia los historiadores contemporáneos la visión de un siglo fracasado e inútil, visión que se ha perpetuado hacia nuestros días.

Pero no todo el siglo fue igual. Entre 1843 y 1868 España conoció un periodo de estabilidad y desarrollo como no se había conocido desde hacía mucho tiempo. Fueron unos años fructíferos en los  que se sentaron las bases de la España del Siglo XX. Muchas de nuestras instituciones, la geografía de nuestras ciudades, el trazado de nuestras comunicaciones y bastantes de las características socioculturales más significativas, proceden de este periodo, mal tratado por la historiografía progresista dominante por que significó un receso tranquilizador entre dos procesos revolucionarios estériles y destructivos y porque al protagonismo del catolicismo moderado puede atribuírsele una gran parte de los éxitos alcanzados.

No todo fueron éxitos. Los procesos desamortizadores reforzaron el latifundismo, en lugar de fomentar  el crecimiento de los pequeños propietarios agrarios. Se consolidó así un sistema social injusto generador de graves tensiones cuya incidencia está clara en los conflictos civiles españoles. La corte, ñoña y bastante rapaz, obstaculizó alguna de las reformas más imprescindibles y  en ocasiones estimuló ó como mínimo colaboró con los procesos especulativos y la corrupción. Se generó una oligarquía económica que utilizó su riqueza, en muchos casos de dudoso origen, para caprichos suntuarios y para una  ostentación derrochadora, que resaltaba abyectamente con el pozo de miseria que afectaba a muchos sectores del pueblo español. Pero como se han publicado numerosos estudios que resaltan los fracasos e insuficiencias del periodo, conviene ocuparse de otros aspectos menos estudiados.

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