Blogia
...el Rastro sigue...

Hacia otra visión del XIX. Intervención española en Italia en favor de Pio IX. Antº Fl res.

Hacia otra visión del XIX.  Intervención española en Italia en favor de Pio IX. Antº Fl res.
Pio IX con Franciso II, Rey de las Dos Sicilias, en el Quirinal, en 1859. 

La oleada revolucionaria que afectó a una gran parte de las naciones europeas en  1848, no tuvo apenas repercusiones internas en España, pero sus consecuencias sí que afectaron, sobre todo a la política exterior española.

Como consecuencia de los excesos de los revolucionarios italianos, en 1849, el Papa Pío IX, recibido inicialmente con aplausos por los liberales  por su talante y su patriotismo, debió huir de Roma y se refugió en Gaeta, que entonces formaba parte del Reino de Nápoles, cuyos gobernantes Borbones se oponían activamente al proceso revolucionario.

El Gobierno de Narváez ordenó rogativas en todas las iglesias para implorar al Altísimo que tuvieran pronto término las tribulaciones del Pontífice. A su condición de Papa, que ya le suponía la devoción de los católicos de España, Pío IX unía sus especiales vinculaciones con nuestro país. De joven residió en Mallorca por estar allí refugiada su familia como consecuencia de la invasión de Italia por los republicanos franceses y Napoleón. Allí estudió en el seminario y recibió sus primeras órdenes. Siempre había manifestado un gran cariño por España, que esta vez iba a ser sobradamente correspondido.

Un Gobierno conservador español no podía permanecer impasible ante las tribulaciones del Pontífice, sufridas como propias por la mayoría de los católicos del País. Narváez reaccionó con rapidez enviando un barco, salido de Barcelona, en su auxilio. Pero no llegó a tiempo por lo que Pío IX tuvo que refugiarse en un barco francés que le trasladó hasta la ciudad napolitana de Gaeta. No obstante el Gobierno español puso a su disposición Las Baleares como residencia provisional.

Para la opinión católica de Europa, las afrentas al Papa se consideraban casi un sacrilegio. La destrucción del poder soberano del Romano Pontífice podía ser el anticipo de su perdida de independencia pastoral y una catástrofe para la Iglesia y para el mundo. Por ello los gobiernos de las naciones confesionalmente católicas de Europa (En aquellos momentos España, Nápoles y Austria, pues la recién proclamada república francesa hacía gala aún de laicismo militante), enviaron representantes a Gaeta, que reconocieron la necesidad de reponer al Papa en Roma.

Pero el Imperio Austro húngaro difícilmente iba a poder intervenir en el centro de la Península. Atrapado entre su conflicto con el Piamonte y las sublevaciones de Hungría y Venecia, resultado de las convulsiones de la oleada revolucionaria de 1848, luchaba desesperadamente por su propia supervivencia. Por su parte, los Borbones de Nápoles, bastante tenían con mantener su precario control  sobre sus díscolos súbditos. Por exclusión le tocó a España intervenir en Italia a favor del Papa. El General Córdoba preparó rápidamente un ejército de 4.000 hombres de tropas escogidas,  que sería seguido con prontitud por importantes refuerzos.

Lo que casi nadie esperaba en Europa era que el Presidente de la recién estrenada Segunda República Francesa, aupado al poder por los muy anticlericales revolucionarios de 1848, fuese a realizar uno de los más bruscos, y afortunados, cambios de posición que recuerda la historia. Su designio personal, heredado de su imperial tío, consistía en asegurarse el poder en Francia y para ello necesitaba desesperadamente conseguir el apoyo, o como mínimo la neutralidad de los católicos franceses, que constituían la mayor parte de la población y  que estaban indignados por los excesos de los revolucionarios. Ante las noticias de Italia y de la expedición española, Luis Napoleón reaccionó con celeridad. El ejército y la escuadra francesa, organizados rápidamente en Tolón por el mariscal Oudinot intervinieron eficazmente, anticipándose por tan solo dos días a la llegada de las tropas españolas.

El Gobierno español envió también una escuadra, dirigida por el almirante Bustillo y cuyo segundo era D. Juan Bautista Topete (Con quien volveremos a encontrarnos). Esta escuadra se aseguró una base tomando la ciudad costera de Terracina, para abrir camino al General Córdova que avanzó hacia los Estados Pontificios.

Pronto llegaron considerables refuerzos, otros cinco mil quinientos hombres al mando del general Zavala, formándose así un ejército de envergadura suficiente para la intervención proyectada. Pero la acción de las tropas españolas se vio obstaculizada por la maquiavélica actuación de los franceses que adoptaron una actitud de enérgico protagonismo. Luis Napoleón pudo así  erigirse en único defensor del Pontífice, congraciándose con los católicos franceses, que pronto le apoyarían en su objetivo de restaurar el imperio Bonapartista.

Las tropas españolas se vieron reducidas al desairado papel de meras fuerzas de ocupación, por lo que una vez tomada Roma retornaron a España sin tan siquiera esperar la vuelta de Pío IX al solio pontificio. El Papa quedó así obligado a aceptar la protección francesa, lo que tendría dramáticas consecuencias para el futuro. Un ejército galo se instaló en Roma durante más de veinte años. Su retirada a raíz de la guerra de 1870 supuso el fin definitivo del poder territorial de la Santa Sede.

A pesar de que la presencia española se redujo a un paseo militar, tuvo cierta trascendencia tanto exterior como para consumo interno. Los italianos tuvieron ocasión de ver un ejército bastante lucido, modelo de marcialidad y disciplina, lo que no pasó inadvertido para las Cancillerías europeas. Evidenció también la decisión española de implicarse activamente fuera de sus fronteras en los acontecimientos que de una u otra manera le afectaran. Pero evidenció también una curiosa incapacidad para llevar a sus ultimas consecuencias las acciones emprendidas, que iba a caracterizar a la política exterior española del periodo.

En el interior del país la intervención fue mayoritariamente aplaudida. Incluso los historiadores más progresistas reconocen el dominante hartazgo de revoluciones y guerras civiles. Se había producido una reacción de raíz predominante religiosa, alentada por el romanticismo católico y estimulada por la influencia de los escritores franceses profusamente traducidos al castellano.

Para la historiografía progresista esta reacción ha resultado difícilmente comprensible. Uno de sus máximos exponentes, Morayta, contemporáneo de los acontecimientos descritos, se lamenta amargamente del olvido de los excesos de los apostólicos, aún reconociendo el cambio producido en la actitud mayoritaria del país. Otros historiadores menos objetivos analizan solo las estructuras del poder achacándolas un carácter dictatorial, que en parte tuvieron. Pero el respaldo mayoritario a la intervención española a favor del Papa no puede ignorarse y evidencia el movimiento de fondo de las corrientes políticas.

Contra lo que pueda parecer, existía entonces un cierto nivel de conciencia política y de libertad de expresión, por lo que la decisión del Gobierno fue objeto de fuertes críticas. Las más comunes calificaron de meramente sentimental la política de Narváez para con Pío IX, pues ningún interés español se encontraba directamente amenazado.

La expedición española a Italia marcó el camino que iba a seguir la acción exterior española durante los cuatro lustros siguientes. Las intervenciones en las que tan pródigo se mostró este periodo, pocas veces respondieron a intereses nacionales directos. En ellas se mezclaron el prestigio nacional y el idealismo; el mantenimiento del orden internacional y de lo que se entendía como civilización; la defensa del cristianismo y la restauración del papel de España en el mundo. Muchas intervenciones en cuatro continentes y en todos los mares, pero todas con un nexo común: A pesar de los éxitos España nunca sacó ninguna contrapartida práctica. No extendió sus posesiones ni su influencia política. Sus soldados dejaron la vida, muchas veces con nobleza y heroísmo y siempre con dignidad por causas más o menos  nobles, pero casi siempre inútiles. Como el Hidalgo manchego afrontaron tareas imposibles con medios insuficientes y sus dirigentes mostraron en muchas ocasiones una frivolidad soberbia que les llevó a interrumpir gratuitamente acciones que poco antes se habían considerado imprescindibles y que habían costado mucha sangre.

0 comentarios